El profesor de la Escuela de Artes de la Facultad de Arquitectura de la UNAL Medellín, se retira de su labor. Su camino en la Sede lo transitó desde dos de los roles que más disfruta: como estudiante y como docente. La mayor parte de su nueva rutina se la quiere entregar exclusivamente a producir obras artísticas, algo que, por el ejercicio de tareas administrativas, había postergado. Su trayectoria, su valor humano y académico es destacado por algunos de sus seres más cercanos en la Universidad.
En las aulas, cuando era un colegial, Álvaro jugaba con las tizas del tablero. Las modelaba con un bisturí, hacía “cosas y muñequitos, juegos de adolescente”, cuenta. Esas figuras se las regalaba a sus compañeros. Años después y también en los salones, él usó esos mismos elementos, pero para escribir en el pizarrón: era ahora el docente. Las tizas fueron la pista para elegir una carrera profesional y el hilo conductor entre la devoción por el arte y una oportunidad que llegó sin esperar, pero que aprovechó.
La primera referencia que tuvo de la UNAL Medellín, donde ha pasado gran parte de sus días, fue un pintor y vecino suyo que era profesor en la Facultad de Arquitectura. “Me dijo: yo te invito a mi clase. En ese momento la Escuela de Arte era muy nueva, tendría cuatro o cinco años, vine y vi a la gente, con empatía, con visión del mundo, recorrí la Universidad y dije ¡quiero estar acá!”, recuerda.
Él, aunque en ese momento estudiaba primer semestre de Ingeniería Civil en la Universidad de Medellín, decidió presentar el examen de admisión en la Sede y lo aprobó. Abandonó los cálculos y los números, y su familia lo apoyó; también muy cercana a los procesos y a las formas del arte. Entre sus seres más cercanos está su madre, afín al dibujo y a las manualidades; un hermano titiritero, otro cineasta y un tío pintor.
Llegó a una escuela de arte fundada por artistas contemporáneos, y entonces pudo explorar los procedimientos que se estaban planteando diferentes a los convencionales. Eligió la escultura porque considera que tiene una manera más afín a él, con un pensamiento más abstracto de la vida. Comenzó haciendo figuraciones, se abrió a otras formas del arte que siguió adoptando, como al grabado y la fotografía. Inició el pregrado queriendo ser escultor y se graduó con un trabajo de pintura.
Con el teatro atado a la vida y a la academia
Álvaro ha complementado el ejercicio de las artes plásticas con la afición a las artes escénicas. Durante varios años hizo parte de un grupo de teatro como el responsable de la escenografía, cargo al que llegó por una invitación y que creó en él el interés por el espacio escénico.
Por su trabajo en escenografía a Álvaro lo candidatizaron para dirigir Sala U, el espacio de exhibición de arte de la Facultad de Arquitectura que él considera como un apéndice de la escenografía en la medida en que lo es la museografía. Sin ser curador estuvo al frente de ese cargo en 2008 y entre 2011 y 2023.
De la propuesta académica de formación y exploración del mundo escénico surgió Espacio escenográfico, el curso que durante varios años han estudiado cientos de universitarios. Fue ideado para tener puntos de encuentro entre el arte y la arquitectura. Es una asignatura que le valió una conquista académica: pasar de ser profesor de medio tiempo a uno de tiempo completo. Ahora Álvaro, a su salida, teme que esta deje de dictarse, pues es, a su criterio, “la más interdisciplinaria de la Facultad”.
Además de eso, es una asignatura clave, según Susana María Londoño Plata, arquitecta, ex alumna de Álvaro y actual estudiante de la maestría en Estética de la UNAL Medellín, porque deja un aprendizaje muy valioso: que la arquitectura nunca se ha desprendido del arte, y que tiene que aprender de la sensibilidad del espacio, que es como una danza entre los objetos y las personas que lo van viviendo.
Álvaro lo incorpora también para sí mismo. Susana recuerda que “del profe era muy particular su teatralidad también a la hora de dar clases. A veces se separaba en las sillas para tratar de dar a entender algo o usaba el espacio del aula para explicar cosas relacionadas con la escenografía. Era una persona muy inquieta con su cuerpo para decir y expresar cosas, entonces parecía como actuando, y creo que eso es muy impactante, porque uno está acostumbrado a que el profesor esté frente a un tablero. Era muy divertido”.
Con la corporalidad también emana un júbilo muy característico, como lo cuenta su colega Natalia Echeverri Arango, también docente de la Escuela de Arte de la Sede, quien dice de Álvaro que es una persona de comentarios oportunos, amable y graciosa que tiene “algo muy especial: siempre él lo saluda a uno con una sonrisa o como con una mímica, con alguna expresión corporal, entonces realmente sí, cuando uno tiene un encuentro con él, siempre transmite alegría”.
Un regalo que no esperó
Su trabajo de grado del pregrado lo ejecutó en escultura y pintura, y le mereció una mención en el Salón Arturo Rabinovich en el Museo de Arte Moderno de Medellín. Él ingresó a estudiar Artes Plásticas en 1982, finalizó en 1988 y en 1990 se vinculó como maestro ocasional.
En su época inicial como profesor, en la Escuela de Arte la filosofía era que los docentes fueran artistas con obras activas y con resonancia en el medio. En ese momento él cumplía con esos requisitos. Así llegó a la docencia, una labor que reconoce como loable y a la que le agradece, sobre todo, por sus estudiantes, a quienes dice con convicción que extrañará, porque su relación con ellos, siempre horizontal, lo convierte también en uno, pues debe aprender constantemente, y eso le gusta.
De hecho, cree que por haberse esmerado tanto en ese rol durante todos estos años ha aplazado la intención que ha tenido desde que quiso ser artista: dedicarse exclusivamente a la producción de arte. Ahora que se jubila esa será su premisa de vida, lo que lo alentará todos los días, lo que le dará una motivación y una satisfacción que ya conoce, pero que desea hacer habitual. Ese es el aliciente para su retiro.
Y es que a Álvaro la docencia se le atravesó sin buscarlo, fue, como lo califica, “un accidente afortunado”, porque como lo reconoce, nunca estuvo entre sus metas ni entre sus ambiciones. De hecho, el diplomado en estudios avanzados en escultura de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Barcelona, le dejó la puerta abierta para cursar un doctorado: “En la Universidad de Antioquia me iban a recibir y fui a una entrevista. En ella se develó que te forman para ser profesor y yo quería ser un doctor para el ejercicio plástico, para ser artista, entonces deseché esa opción”.
De que no le interesan las ambiciones rimbombantes queda un poco en evidencia por lo que Susana cuenta de él: que además de ser un profesor de la profesión, lo es para la vida, pues siempre les dijo a sus estudiantes que esta ocurre mientras ellos desarrollan sus procesos académicos, por lo que, si bien estos son importantes, no deben absorber a las personas.
A Álvaro le ha interesado recibir y ofrecer la oportunidad de la autonomía, de la libertad del proceder, de tomar elementos propios para la investigación y la creación, eso es lo que valora de su formación: una metodología pedagógica que no estaba regida por reglas muy académicas, y desde la preparación de las clases así ha intentado hacerlo con sus estudiantes.
Como profesor, retoma Susana, Álvaro tiene estructura, es esquemático sin ser psicorrígido, y durante el tiempo que hizo parte del Semillero de Espacios Efímeros percibió de él su calidez y sentido del humor, que dice que es entre lo irónico y lo ácido. Que es una persona sumamente sensible, que crea “desde las vísceras”, que se permite sentir y expresar. Rememora entre risas, por ejemplo, que alguna vez luego de una presentación de un trabajo de otro estudiante, se conmovió tanto que se puso a llorar.
El arte, luz y guía
Si hay algo poderoso, es el arte, y Álvaro lo sabe. Hay una anécdota que rememora con cariño y que tiene que ver con la escultura Evidencia, la obra realizada con madera confiscada e instalada afuera del Área Metropolitana del Valle de Aburrá tras ganar el concurso Madera Viva, de esa entidad y del Museo de Arte Moderno de Medellín.
Cuenta que un carpintero que trabajó con él en el proceso de creación le decía: “esa maderita tiene cara de mesa de noche o de taburete”. Cuando él cortaba pedazos y le quedaban le pedía que le regalara “esa leña”. Unos dos meses después Álvaro llegó al taller y encontró al ‘more’, como le decía por ser moreno, jugando con unos palitos sobrantes de la obra. Le preguntó qué estaba haciendo y le respondió que nada, que ya no veía muebles sino esculturas. “Fue muy bonito eso”, afirma sonriendo.
“El arte tiene para mí una singularidad y es que privilegia las manifestaciones de la vida sin tomar un partido que no es moral”, dice, y continúa: “Esa neutralidad con los acontecimientos me parece un elemento que a un artista lo fortalece mucho, porque uno puede ver con más limpieza ciertas cosas del mundo, se vuelve más curioso para ver incluso trivialidades como ver una hormiguita ayudándole a otra a cargar una hoja. Uno a partir de ahí genera muchas relaciones. Es como una posibilidad muy reflexiva que se genera desde la contemplación”.
Durante la pandemia le ocurrió, dice, lo que les sucedió a tantas personas: que miró hacia adentro y reflexionó sobre muchas cosas. Ahí empezó a reactivar el proceso de creación. Desde entonces le ha llamado la atención la producción tridimensional y comenzó a explorar la idea “muy romántica” de poner en valor la ruina como vestigio, como elemento también para la reconstrucción. Para él, es como un hito de la relación del hombre con la naturaleza o con la cultura que tiene muchas aristas, porque cree que se podría hablar tanto como de la conquista como de lo conquistado.
A él, que tuvo su tiempo para conquistar la academia, ahora le llega el tiempo de dejarse conquistar por la libertad de los días, de disfrutar a plenitud esas cosas simples que siempre ha disfrutado: leer ficción histórica, trabajar en producir obras sin presiones, recorrer kilómetros en moto en solitario; moverse cuando escuche los cencerros, la música de Ismael Rivera o de Eddie Palmieri, porque se reconoce como un melómano y como un bailador “a morir”, porque cuando danza no quiere parar, aunque se considere un alma contenida. Ya se los ha enseñado a sus estudiantes.
(FIN/KGG)
4 de julio de 2023