Tras su muerte deja un gran legado en la Facultad de Minas de la UNAL Medellín. Fue, además un gran académico, un excelente ser humano. Reflexivo, generoso y ético. Sus amigos lo recuerdan como homenaje a su memoria.
Con esa voz tan suya, tan particular, y su modo de hablar tan tranquilo, saludaba a toda persona o perro que se encontrara a su paso, y tenía siempre a la mano un libro. Confiaba en el talento de los demás y propiciaba espacios para juntar los saberes. Era un reflexivo nato, un maestro de la academia y de la vida.
Era Ingeniero de Minas y Metalurgia, especialista y Doctor en Ingeniería de Materias Primas y Energía de la Escuela Nacional de Minas de Nancy (Francia). Se desempeñó como director de asistencia técnica minera del Ministerio de Minas y Energía, y durante más de 40 años como profesor de la Facultad de Minas de la Sede, donde también asumió la dirección de Minería de Ingeominas, del Centro de Investigación en Metalurgia Extractiva (CIMEX), del Grupo de Investigación ÍGNEA, además del Centro de Pensamiento Responsabilidad y Sostenibilidad de la Industria de la UNAL.
La minería fue el eje, pero no su único foco, no fue obstinado en sus intereses, sino que promovió la transdisciplinariedad. Era un visionario, dice una de las personas que trabajó con él durante los dos últimos años, el profesor Óscar Andrés Sáenz Ruiz, actual gerente de proyectos de ÍGNEA.
El profesor Antonio estaba convencido de que los grandes problemas del país no se pueden resolver a partir de una sola área del conocimiento sino desde varias disciplinas. Creía en los territorios y en lo que denominaba como sostenibilidad inteligente, un postulado suyo, tal vez creado a partir de su inquietud por sumar puntos de vista a problemas que, sobre todo, se han dado en el sector minero.
Incentivó el trabajo responsable y sostenible en los territorios, en lo cual tuvo una fe arraigada, por lo que, con su conocimiento, buscó contribuir al bienestar.
En 2010 cuando el profesor Antonio fungía como director del Grupo de Investigación en Georrecursos, Minería y Medio Ambiente (Gemma) de la Facultad de Minas de la Sede, impulsó una iniciativa de viviendas bioclimáticas que se construyeron en sitios como Nazareth, La Guajira; Isla Fuerte, Bolívar; Pizarro, Chocó y Murindó, en el Urabá antioqueño, proceso del cual quedó registro en el número 23 de la Revista Matices de la UNAL. En ese entonces le dijo al medio universitario: “las personas son muy innovadoras, por eso con este proyecto queremos decirles que sí se puede, que con la riqueza ancestral de sus recursos tienen todo para construir un mejor futuro".
No solo tuvo la capacidad de comprender las complejidades de los territorios sino de las mentes, destaca el arquitecto Sebastián Bedoya, quien trabajó con él en varios proyectos. Su particularidad, además, “fue la alta eficiencia en la comunicación. No se desgastaba en grandes elaboraciones de discursos para mandar mensajes contundentes, y eso se reflejaba en sus grupos, cuando de manera coordinada se acometían los objetivos planteados”.
Su causa fue la sostenibilidad. Creyó en ella e hizo todo lo que pudo, y con todo su amor y profesionalismo, por aportar en ese sentido desde los proyectos que ideaba o dirigía, los cuales siempre eran abiertos a apreciaciones de otros profesionales.
“Creo que ningún profesor de ninguna facultad puede decir que Antonio era cerrado a las ideas. No era una persona que se sentara en el discurso. Él incitaba a contar los puntos de vista, algo que era maravilloso porque aunque uno creyera que el criterio podría ser distinto, él veía la diferencia como lo que realmente construye”, cuenta Sáenz Ruiz.
Antonio fue siempre ambicioso, pero en el buen sentido, narra Óscar Jaime Restrepo Baena, ahora profesor del Departamento de Materiales y Minerales de la Facultad de Minas, quien fue su estudiante del curso Procesos Geológicos. Dice que “creaba proyectos grandes, no chiquiticos o del día a día, los pensaba orientados a políticas públicas del país y en la línea de integrar el conocimiento”. Una de sus apuestas, asegura, fue la Feria Minera, para la cual logró aliarse con el Gobierno nacional.
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El profesor Antonio fue brillante, no solo por sus estudios, sino por su forma de ser, con la que se antepuso a los egos que la academia forja en algunos. “A pesar de sus títulos, de ser una de las personas más ilustradas, el profe mostraba que hay que ser muy humilde frente al argumento, que sin importar este de dónde provenga, es lo suficientemente válido”, cuenta Sáenz Ruiz.
Supo también, agrega, que “ser profesional y estudioso no garantiza ser una buena persona, y Antonio era un ser de luz”, una que proveía sosiego, pues Sáenz Ruiz lo consideraba como la calma en medio de la tormenta, porque los problemas no le resultaban importantes, sino solo una circunstancia. Aunque las soluciones que daba “parecían de otro planeta, porque él no era nada convencional”, cuenta Juliana Pérez, quien fue su estudiante y trabajó con el profesor Antonio durante unos 10 años.
Actuaba como se juega el ajedrez —su juego favorito— con serenidad y pensando bien cada jugada. Esa tranquilidad la tuvo siempre. El docente Sáenz Ruiz recuerda que estuvo reunido con el profesor Antonio unos ocho días antes de que él muriera. En algún momento de ese encuentro, para referirse a que debía acudir a una cita médica en el hospital, le dijo que se iba porque tenía que ir a “otra reunión”.
Analizaba a la vez que hablaba. Su amigo, compañero de estudios y colega, Roberto Castañeda, manifiesta que sus conversaciones con él “siempre estuvieron centradas en el concepto abstracto de la ética, pero que, con ejemplos reales y vivencias propias o ajenas, aterrizaban a lo pragmático”.
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Su oficina ubicada en Ingeominas en una casa antigua era perfecta para él, porque entre las significancias que pueda tener ese espacio, hay representaciones de lo que fue el profesor, y ese símil lo hace el docente Sáenz Ruiz: “Está por fuera de los campus de la Universidad, es un bloque que combina lo tradicional, con los valores que conlleva, y lo novedoso, y Antonio era abierto a la innovación”.
Con la misma generosidad con la que escuchaba a los demás, construía vínculos entrañables y muy fácilmente se hacía querer. A Juliana le enseñó incluso a conducir, rememora que “era agradable compartir con él porque era conversador, se sorprendía con muchas cosas, eso era fascinante”.
Muy humano, así era el profesor. Gustavo Viana compartió entre sus amigos un texto en el que lo recuerda como “el hombre de la tierra, de las culturas colombianas, el amante de los colores, las notas musicales y la buena comida, el hombre que al frente del valle en lo más alto de la montaña o en medio de una laguna soñaba y se sentía es su más plena libertad donde dejaba volar con la más clara lucidez las ideas de las cosas que pasan”. Como el “rudo sensible que sentía dolor de patria, con los atropellos a la libertad, que desde su libertad mostró sus más sinceras pasiones”.
El profesor Antonio tenía la alegría de bailador, la pasión de melómano, y el entusiasmo de cocinero. Era un sibarita. De él Sáenz Ruiz a veces habla en presente. Tiene sentido, pues de alguna manera seguirá con sus amigos en las enseñanzas que les deja, sobre todo, en la de fortalecerse como seres humanos, y en que, como lo escribió Viana, “de las simples cosas se puede crear una mesa y un banquete”.
(FIN/KGG)
23 de abril del 2021